Creciendo juntos :lactancia y alimentación

A continuación comparto el testimonio de Silvia que con sus palabras nos lleva de la mano en esta historia de leche, alimentos y mucho amor del bueno. Que la disfruten.

 Nuestro recorrido  empezó en el 2009 cuando nuestro príncipe Gabriel llegó a nuestras vidas. Con dos rayitas en la pruba casera, un tubito de ensayo con sangre y finalmente una pequeñísima “gotita” reflejada en el ultrasonido; empezó nuestra hermosa travesía nutricional. Y es que empiezo desde tan pronto, porque la alimentación de Gabrielito ha sido mucho más que sólo carbohidratos, grasas y vitaminas.  La alimentación de nuestro hijo es algo emocional. Gabriel se ha alimentando de amor, del amor más puro que jamás podrá existir. Y también de sangre, a través de la placenta; de calostro cuando nació; lechita materna más adelante; y cuando llegó su momento, de los alimentos que con todo el amor le  preparamos.

Gabriel tiene casi dos años. Es hermoso, cariñoso, sano, fuerte, juguetón, seguro y muy inteligente.  

“Parece como si siempre hubiera sabido cómo mamar”, dijo una enfermera. Fue el instinto de reconectarse con su mamita, aquella con la que había vivido en su vientre desde hacía ya nueve meses y por años en su corazón.

Como había estado en recuperación tres horas, el pobre chiquitín estaba con muchísima hambre. Después de ese primer contacto con nuestro anhelado pecho, no tardó en llegar la enfermera, con una bandeja de agujas y material de laboratorio lista para pinchar a nuestro bebito, y saber cómo andaba la glucosa en su sangre. Al cabo de un ratito, volvió con los resultados: “Hay que darle fórmula a este bebé”, exclamó.  Con todo el dolor del alma, accedimos; pero eso sí, le dijimos que nada de biberones, ni llevárselo de la habitación. Cinco minutos más tarde volvió con un tarrito de fórmula, lista para “alimentar a mi hijo, y terminar así con su hambruna”.

El día y nuestra lactancia continuaron y afortunadamente, vino a visitarnos el pediatra. Lo que nos contó nos dejó maravillados. Los bebés sólo necesitan un poquito de calostro para estar llenos, nada de complementos ni “ayudas” de ningún tipo. Con el calostro que estaba produciendo era más que suficiente para que Gabriel estuviera muy bien.

A los dos días me bajó la leche. ¡Qué susto cuando me entró ese frío por todo el cuerpo y la fiebre me subió! Lo siguiente que noté era que eso que salía de mi cuerpo era un líquido blanco, era puro oro blanco para nuestro bebé. Por supuesto que me puse sensible, pero nada que no se arreglara con un poco de tiempo, paciencia, agüita caliente y crema de lanolina.

Llegó el día de la prueba de tamizaje. Después del examen,  la enfermera me dijo que para que Gabrielito se calmara del dolor,  le diera de mamar. Así lo hice, y entre tanto, con un poquito de vergüenza le pregunté sobre la cantidad de leche que producía. Cómo muchas, estaba con miedo, en un mundo acostumbrado a las mediciones, era difícil no ser capaz de ver cuánta leche estaba tomando el bebé y creía que era muy poco. Ella, súper linda y cariñosa, inmediatamente presionó mi pecho, para que viéramos con asombro la cantidad enorme de leche que salía. Ese día salí empoderada, feliz de saber que mi cuerpo producía exactamente lo que Gabriel necesitaba. Más aun, el bebé había aumentado unos gramos. No cabía en mí misma del orgullo y la emoción.

Una frase me dejó muy marcada ese día, y se lo digo a cada mamá que conozco y me lo recuerdo a mí misma cada vez que por algún motivo me siento quebrantar. La enfermera dijo: "confía en tu cuerpo, él sabe lo que hace”. Desde entonces, la hora de mamar se volvió un disfrute, un rencuentro con mi hijito y mis orígenes, un momento de paz y relajación.

El apoyo de mi esposo también fue fundamental, a él le agradezco nuestra lactancia. Él fue el que me enseñó a dar de mamar. Armado con un bloc de notas y lapiceros, sólo él pudo asistir a la clase de lactancia que nos dieron en el curso de preparación al parto. Apuntó y prestó atención a cada pequeño detalle que en la clase decían;  y más tarde en la noche, punto por punto me explicó. Muchos meses después, cuando ya teníamos a nuestro retoño en brazos, me escuchó pacientemente cada lectura sobre lactancia que le compartía, cada asombroso dato sobre las múltiples bondades de la lactancia materna. Juntos tomamos la decisión, nuestro hijo tendría lactancia como mínimo dos años; y ya después con el tiempo, evolucionó a cuando alguno de los dos ya así no lo quisiera; abrazamos la idea del destete natural.

Indudablemente no han faltado las críticas, los comentarios por detrás y la sorpresa de muchos cuando nos han dicho: “¿Cómo? Ese chiquito todavía mama”. Sin embargo también tengo que ser justa y añadir el apoyo que nos han dado las personas más cercanas; mi mamá, amigas, familiares queridos…

Nuestra forma de crianza ha sido siempre con apego. Muchos besos, abrazos, elogios, risas, colecho, lactancia libre, muchísimo estímulo y paciencia. A los seis meses, empezamos a ver los frutos, ese gordito tan divino se soltó a gatear. Junto con sus primeras comidas sólidas, eran días de bocaditos y una gateadita; y lactancia a demanda el resto del día y la noche.  Los primeros pasitos no se dejaron tardar; llegaron a los nueves meses y con ellos las carreras. Un niño tan activo, lo único que soñaba era con correr, para luego abrazarnos y reír con sus papás.

Empezó a pasar algo que aunque natural, no dejó de preocuparnos. Aquel gordito que ahora andaba en carreras, empezaba a dejar de ser gordito y cada vez se adelgazaba más. No era muchísimo, pero sí lo suficiente para que la gráfica de peso lo empezara a reflejar.  En ese momento, no sé si por descuido o inexperiencia, dejamos pasar un dato de gran importancia. Y es que resulta que mi esposo y yo somos de estatura pequeña; y además, la fisiología de mi lado de la familia, siempre ha sido de un rápido consumo calórico, razón por la cual somos bastante delgados por naturaleza.

 Gabrielito seguía creciendo,  estaba muy sano, se veía contento y juguetón. Sin embargo, no crecía al mismo ritmo que los otros chicos y cada vez cambiaba más tarde de talla. Comenzó la época del estrés. Al cumplir año y medio, buscamos una nueva pediatra que nos explicara qué estaba pasando de malo con Gabriel.  Le prescribió los mil y un exámenes, y al final, siempre la misma noticia reafirmándonos que él estaba muy bien. Pero entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué no aumentaba tan rápido de peso? Una simple explicación dio la doctora: “quítele la teta en el día, bájense el estrés y verá como su hijo come más”. Ehh, no estoy del todo de acuerdo, pensé yo.

Por supuesto que no le quité la lactancia en el día. Sabía la gran importancia que tiene ésta en su alimentación. Y en mi razonamiento más simple, no le iba a quitar unas de las pocas comidas que para ese punto me aceptaba, especialmente algo tan importante como la leche que le fabricó su mamá.

Para ese momento igual que ahora, Gabrielito mamaba siempre al despertar. Era como una linda forma de decir: mami, ya me desperté dame un buen impulso de cariño para empezar feliz el día.  Entonces, sólo por probar, le quité la lechita antes de desayunar, para saber si comería más. ¡Sorpresa! No comió más. Lo único que conseguí fue un dúo madre-hijo frustrados por no poder amamantar.  Volvimos  a los dos días a nuestro feliz encuentro de lactancia.

Con el tiempo aprendimos a manejar el estrés y no estresar a nuestro hijito cuando no quería comer. Había días que comía muy bien y otros que no tanto. Seguía sin subir mucho de peso, pero sano y feliz como de costumbre. Hasta que por razones de trabajo, debió entrar unos días de la semana al kínder; y entonces sí que se empezó a enfermar. Lógicamente, cada vez que se enfermaba dejaba de comer, adelgazaba y se volvía a enfermar. Fue entonces cuando contacté a doña Ingrid. Ella muy amable, humana y con ganas reales de ayudar, me dijo lo que hasta el momento nadie se había tomado el tiempo de explicar.

Ese día empezó mi aprendizaje sobre tres cosas fundamentales:

1)      Que el estómago de los niños es muy pequeñito. Porciones siempre pequeñas y comidas más frecuentes era lo mejor. Además un niño tan activo, necesitaba más calorías en su dieta.

2)      Que la lactancia diurna nunca fue el problema. Más aun, hoy en día Gabriel toma lechita antes, durante y después de sus comidas y es un niño que se sienta a comer mucho más feliz y relajado.

3)      Que la comida entra primero por la vista. Y que para los chicos, al igual que los adultos, es de suma importancia la presentación.

A partir de ese día, nos pusimos las pilas en casa. Gabriel ha estado aumentando de peso, despacio pero seguro. Seguimos con nuestra lactancia a demanda; y ahora pasamos pensando e investigando cómo innovar. Con la ayuda de amigas y familiares, recibimos cada vez más buenas ideas y apoyo, para hacer de cada comida una linda experiencia. Una experiencia, en la que no sólo se comparten alimentos; sino tiempo, sonrisas y amor familiar.

 Sí se puede familias, sí se puede. Volvamos a nuestras raíces, a creer en nuestros cuerpos, en nuestras familias.

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